viernes, 9 de diciembre de 2011

Identidad

Haciendo trasbordo en el metro de Madrid me encontré a una persona muy especial. Su actitud, tranquila, era, en el fondo, subversiva. Estaba desafiando al mundo, mientras leía tranquilamente su libro en el vagón de metro. Le inventé una historia, un pasado, un presente....
Pocos días después leí esta noticia en la prensa:
www.elpais.com/articulo/sociedad/Morir/ser/transexual/elpepisoc/20111009elpepisoc_8/Tes


Foto "Sleepy Hollow" de Pepe Larom
Texto "Identidad" de Melina Carrasco

Ahí está otra vez, de pie en el andén. Hoy lleva una falda larga y estampada con medias negras tupidas y un blusón beige vaporoso. El bolso le cuelga del hombro descuidadamente. No necesita tacones, así que calza unos coquetos zapatos bajos adornados con un pequeño lacito en el centro. En el cuello, un collar de piedras multicolores y en las orejas unos pendientes con forma de lágrima. 
Mantiene la cabeza levemente agachada hacia el libro que sujeta con su larga mano izquierda. Lleva las uñas pintadas de granate oscuro. La cara le queda semi-oculta por la negra melena que le cae por el lado derecho. De vez en cuando sacude la melena con parsimonia, en el típico gesto que persigue apartar el pelo de los ojos y en esta ocasión, también de los labios, que están pintados de un intenso tono ciruela.  Pero las pequeñas sacudidas de cabellera no distraen su atención del libro.

La expresión de concentración sólo se quiebra cuando irrumpe, con estruendo, el metro en el andén. Entonces, se endereza y, mientras observa como va parando el tren, levanta levemente el brazo derecho para comprobar la hora en su reloj de pulsera. Se hace tarde, y apenas le va a dar tiempo para llegar a casa y comer algo de pie, en la cocina, mientras se cambia de ropa para ir a clase de taichi.

Parece no ser consciente de haber atraído, una a una, las miradas de todos los pasajeros que iban llegando al andén. Los que venían en grupos de dos, o tres, han ido juntando sus cabezas y murmurando en voz baja, e incluso algunos, más atrevidos, señalan directamente con el dedo.

No se percata de que existe un amplio hueco alrededor suyo, un espacio que ya empieza a llenarse, ahora que la gente más cercana toma posiciones y se aproximan a la puerta del metro que les queda más a mano.

Ya dentro del tren, se agarra a una barra vertical, y continúa la lectura de su libro, en la misma parsimoniosa actitud de concentración. Sin embargo, los demás pasajeros se entregan, de forma descarada, a su contemplación. Las reducidas dimensiones del vagón convierte en cómplices a todos los que se encuentran dentro. Miran sin disimulo e incluso se permiten sonreírse entre sí cuando se topan con otra mirada extraña que coincide sobre el mismo, el único objeto de observación existente en el vagón de tren.

Todo el pasaje sin excepción mira abiertamente al ser estrafalario que tiene enfrente. Los pliegues de la falda estampada resaltan la delgadez de su cuerpo sin curvas. La tela, que resbala por sus caderas huesudas, le confiere el esperpéntico aspecto de una escoba con faldas. Las pulseras  que luce, tintinean en sus largas manos velludas. Se deslizan y cuando ya parece que se le van a escurrir de las manos, se topan milagrosamente con el oportuno anclaje que ejercen los anchos huesos que tiene por muñecas.  El rouge de labios perfila una boca fina, y por debajo del maquillaje de su cara, negrea una cerrada barba, que rivaliza por sobresalir sobre el sonrosado colorete.  El collar que rodea su cuello no disimula la perfilada nuez que se alberga en su garganta. La melena, larga y rala, arranca de una coronilla despoblada, que bajo la brillante luz del vagón, deja al descubierto la lustrosa piel de la cabeza. Asoman a través de las medias, los pelos abundantes de sus piernas.

Su estrambótico aspecto contrasta con la forma que tiene de estar en el vagón: continúa impávido la lectura de su libro. Se empeña en comportarse como cualquier señora normal que vuelve de la oficina, ajena a las miradas y sonrisas de la gente. Y así parece confirmarlo en la elección de su atuendo. No es un travesti hormonado, no es un homosexual depilado. Si hablase, se comprobaría que no es una loca que grita en falsete. Para el resto de la gente es simplemente, un hombre vestido de mujer. Un hombre poseedor de todos los rasgos masculinos conocidos vestido con los detalles que suelen lucir las señoras.

Para sí mismo es una mujer en un cuerpo de hombre. Por la mañana, aún se sorprende de la imagen que le devuelve el reflejo de su cuerpo ante el espejo, igual que el resto del mundo queda sorprendido cuando contempla, por vez primera, su excéntrica figura.

Así que, desde hace años, ha optado por eludir su aspecto físico exterior, tan determinado y determinante del género masculino y superponer a esos rasgos, los característicos de la mujer que se encuentra en su interior.

Un buen día, con cuarenta y pocos años, empezó a hacer lo que le parecía. Antes de eso, había renunciado a casarse y a tener hijos, por razones obvias. A ponerse medias de cristal. A llevar pendientes de oro a juego con el anillo. Se llama José Antonio, “Toñi”, contesta cuando le preguntan cuál es su nombre, y permanece inmutable ante la hilaridad que produce ese femenino diminutivo.

Durante años ha tenido que convivir con un cuerpo extraño. Comportarse como le exigía su masculina condición. Vestirse con traje y corbata, atuendos tan distintos a los que sus ojos buscaban en los escaparates.  Pero ella era una persona sensata. Por eso, cuando decidió liberarse y atreverse a hacer lo que sentía, se sintió como cualquier mujer común y corriente de su entorno y de su edad. Jose Antonio era empleado fijo de una empresa pública. Trabajaba en el Departamento Financiero desde hacía más de veinticinco años. Por eso, cuando comenzó a ser Toñi, no se vistió con brillantes mallas que le ajustaran los muslos. Sino que se compró una falda recta justo por debajo de la rodilla. La ropa de cualquier oficinista común y corriente. Porque ella no era una diva de cabaret. Era una mujer sensata, y se vestiría como cualquier oficinista común y corriente.

Ahora, diez años después, lleva una vida más bien solitaria, porque ¿quién sale a tomar unas tortitas a VIPS, que es lo que a Toñi más le apetece cuando está de bajón, con una persona tan rara? Menos mal que, al menos en Rivas, ciudad dormitorio en donde vive, la gente es de talante progresista y aunque se sonríen al verla, no la acosan. Nunca le han hecho daño. Así que, hace una vida muy tranquila: sus clases de taichi, su afición por la pintura al óleo, alguna que otra obra de teatro, y sus amigos de la Universidad, que se turnan una vez al trimestre para hacer una cena en cada casa. Toñi cree que el mérito, en realidad, no es de sus antiguos compañeros, sino de sus mujeres, que han insistido en mantenerla en el grupo, después de aquella primera vez en que apareció vestida de mujer. Por supuesto, hubo que darles a todos detallada explicación de los cómos, cuándos, y porqués de su sorprendente decisión.

De todas formas, las rutinas de su día a día no distan mucho de las de sus compañeras de Departamento, “especialmente de las solteras”, se dice Toñi con cierta satisfacción. Algún cine con amigas los sábados, viajes organizados en verano, cenas familiares, talleres de hobbys varios que aligeran la monotonía de la vida extra-laboral. Y en la oficina, todos la tratan correctamente, aunque sin confianzas.  Cordiales pero distantes.

Claro que echa de menos algún calor más intenso, pero sabe bien que no puede confiarse al primero que llegue. Ya ha probado la medicina amarga de la decepción. Así que, renuncia al amor, “por el momento”, piensa Toñi, porque sabe que el que se acerque a ella lo hace subyugado por el morbo y ella no es ningún especimen de feria. 

Para pasar más inadvertida, tendría que hormonarse, y perder parte de sus características masculinas. Tendría que frecuentar antros de dudosa reputación.  Pero, por un lado, los quirófanos y las batas  blancas le aterrorizan desde niña y por otro, ella no se considera ninguna mercancía. En una discoteca de ambiente se sentiría como un pulpo en un garaje.

Así que, por último sólo intenta ser coherente consigo misma. Y los demás que se rían. Más lloró ella durante años al soportar a diario un cuerpo que, aunque suyo, se le hace tan extraño.

Ya ha llegado a casa. La espera detrás de la puerta un gato que se le restriega contra las piernas. Toñi le acaricia distraídamente, mientras se apresura a la cocina y calienta un plato de comida en el microondas. La casa esta limpia y ordenada. Por toda el piso hay pequeños detalles de decoración elegidos con cuidado por su propietaria. En el dormitorio está la bicicleta estática, frente a un televisor. En las paredes, montones de cuadros pintados por ella misma. Toñi abre el armario y saca un chándal aterciopelado de color violeta claro y unas deportivas ligeras y, ya vestida, enfila deprisa el pasillo hacia la puerta de salida:  “Llego tarde, hoy sí que llego tarde a clase de taichi”.

Sol de Otoño

Aingeru me contó que estaba empezando a enamorarse. Da igual la edad y el estado civil...cualquier situación es la mejor para volver a ilusionarse. Aingeru consiguió atrapar el calor del amor en un instante.  

SOL DE OTOÑO

Texto Melina Carrasco
Fotografía Pepe Larom
Conducía por la vieja carretera de camino al pueblo de sus antepasados. Ya hacía muchos kilómetros que había abandonado la autopista, el desvío de la carretera de Valencia en la que la había dejado.

La acercó a casa, tras salir de la oficina. Le pillaba de paso, le dijo, y ella aceptó con una sonrisa. Ha pasado más de una hora y aún conserva el recuerdo de la tibieza de los dedos de su mano cuando se posaban en su mejilla. No la mano entera; apenas los tres dedos o quizá los cuatro, pasando por sus pómulos. Y él había atrapado esa mano, al concluir ella la caricia.

Unos instantes. Enseguida ella se soltó y abrió la puerta del coche, sonriendo, a medias. Lanzándole una mirada que expresaba una mezcla de sensaciones: tristeza, melancolía, sorpresa por su atrevimiento, mientras que se despedía con un “hasta luego, buen viaje”.

Aún sentía su mano en la cara. Y estaba contentito, se decía, así, sin poder pensar en qué significaba aquel gesto. Sin pararse a analizar si aquello sería el preludio de un romance, o si había sido un cúmulo de emociones sobre cuyos precedentes él ignoraba todo, o un simple gesto de cariño de ella por su amable compañero de trabajo, sin más trasfondo.

Conducía feliz, y ahora, había bajado la velocidad, quería postergar el momento de llegar a su destino. Quería seguir disfrutando de esa sensación en soledad. Puso la radio, y sonaba “Una balada de otoño”, de Serrat.

De repente se dio cuenta de que era octubre y el otoño daba color a los campos. Ya empezaba a escasear el verde y el amarillo. Los marrones iban ganando terreno. Pero pese al fin del verano ya evidente, aún estaban allí los girasoles.

No todos. Sólo permanecían los supervivientes. Tras la batalla de la recolección estival, donde habían caído los mejores, los más valiosos, aún permanecían allí los desechados. Algunos por ser más pequeños, otros simplemente por las prisas en terminar la cosecha. No dio tiempo a llevárselos todos.

Y se habían salvado. Allí continuaban. Con su movimiento persistente, el desesperado giro, que los retuerce, en busca del sol. Siempre en busca de la luz que les alimenta.

Ajenos al otoño. Aquel mes de indulto es aprovechado al máximo por los desgarbados girasoles que aún lograron permanecer. Están cansados, pero son supervivientes y ahí siguen. Porque el sol de otoño aún les calienta. Porque el sol de otoño da vida también.